Si un modo habitual de convivir con el trauma consiste en olvidarlo, y hay traumas individuales (una vivencia desagradable en la infancia, p. e.) y traumas colectivos (una masacre, una guerra) ―por mucho que, en última instancia, el trauma sea siempre personal―, diremos entonces que igual que hay una amnesia individual, hay también una amnesia colectiva. Este es el planteamiento que subyace, o así lo parece, bajo Las personas de los apartamentos dorados, el cómic (o manhwa) de Park Kun-woong que consigue, en casi setecientas páginas, acaparar la atención de un lector intrigado, a la vez que asombrado, por la historia que ahí se cuenta.
Una historia, además, instalada en el género «estamos muertos pero no lo sabemos», que si bien ha dado buenos resultados en ciertas narraciones (en el plano diegético sobre todo), se presenta a la vez como un género sumamente arriesgado y proclive a la chapuza. El riesgo procede, entre otras razones, de que hablamos de relatos más bien metafísicos ―en el sentido vulgar de ‘metafísica’, una especie de transfísica que acepta la existencia de una vida más allá de la muerte―. Y esos mimbres, queramos o no, se prestan a la construcción de relatos desmañados. Aunque a veces se acierta.
El acierto de Park Kun-woong tiene diferentes motivos, todos ellos implicados en una construcción excelente del relato. Uno de ellos es que su supuesto metafísico no se limita a la diégesis o a la historia contada, sino que es trascendido por medio de un discurso que remite a la sevicia que acompaña a las guerras. Es este un discurso cuyo alcance, si bien se ajusta a la guerra de Corea en esta historia, deviene universal.


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