Sebastian Melmoth en París

Lo único que puede fastidiar de Oscar Wilde es encontrárselo en boca de publicistas o de voceros, viéndolo reducido a ser cantera de frases ingeniosas y máximas apropiadas con el propósito de persuadir, o simplemente para alardear de ingenio. Fastidia que se tome su nombre en vano, por ser una impostura, si bien Wilde ya supo en vida que la brillantez tiene un precio, demasiado caro en su caso. Sin embargo, que tras el nombre de Oscar Wilde se encuentra una hondura inmensa a escala artística, pero sobre todo humana, nos lo recuerda Javier de Isusi con su, estoy por decir ensayo gráfico, La divina comedia de Oscar Wilde.

Lo curioso es que Javier de Isusi también recurre a la cantera de frases y máximas wildeanas, solo que para amueblar en su cómic la voz del artista caído que consumió sus últimos días en París bajo el seudónimo Sebastian Melmoth. Isusi compone un relato acerca del final de Oscar Wilde, y el esqueleto de su narración es fiel a las fuentes documentales consultadas. Pero de las palabras cotidianas ―en modo comunicación― del escritor irlandés en aquella tesitura nada se sabe, como es natural. Y aquí Javier de Isusi aplica el artificio de extraer del discurso de Oscar Wilde, de sus obras, las palabras que pone en boca del protagonista de la historia. No hay nada que objetar al respecto. «El Arte no expresa nunca otra cosa que a sí mismo», escribió Oscar Wilde en La decadencia de la mentira. Hay, por tanto, una sintonía interna entre el recurso de Isusi de dejar que en su relato gráfico el artista irlandés se exprese mediante su propio arte… y la concepciones estéticas de este último.

El título, La divina comedia de Oscar Wilde, contiene la riqueza significativa o de sentidos que conviene a una obra de las características del tebeo de Isusi. La referencia más clara o directa de este título, después del nombre propio que en él aparece, es la Comedia de Dante Alighieri. El adjetivo divina procede de Giovanni Boccaccio, y tuvo tanta fortuna que se incorporó al título de manera impresa desde 1555. Hoy es costumbre, en las ediciones recientes, publicar el texto de Dante como Comedia, recuperando su forma original, pero durante siglos no fue así. De hecho, el propio Oscar Wilde cita la obra como Divina Comedia, por ejemplo en la epístola De Profundis (1897), una de las fuentes seleccionadas por Javier de Isusi para su historieta. En consonancia con esta referencia dantesca, el título La divina comedia de Oscar Wilde puede ser leído como un símbolo que remite a las tres partes de que consta la obra de Dante: InfiernoPurgatorio y Paraíso y que, aplicado al periodo que en el cómic se describe, corresponderían sucesivamente al proceso, condena y estancia de Wilde en la cárcel de Reading (infierno), experiencia errante como exconvicto (purgatorio) y posible alcance de la beatitud o felicidad, bien en algún momento dichoso en París [es esta una lectura que el propio autor del tebeo sugiere aquí: http://www.rtve.es/noticias/20190621/divina-comedia-oscar-wilde-ultimos-dias-mito-literatura/1954265.shtml.], bien después de la muerte, de acuerdo con el catolicismo que Wilde abrazó al final de su vida, un dato que Isasi recoge (paraíso). La existencia en los últimos años de Wilde se adaptaría entonces al viaje descrito por Dante y a su dialéctica del descender ascendiendo, o de ascender descendiendo, según el esquema del Universo dantesco (imagen de la edición de la Comedia de José María Micó, editorial Acantilado, 2018):

Pero la expresión o sintagma divina comedia encierra también un sentido más literal. Alude a una representación teatral magnífica, cuyo final es feliz. Javier de Isusi tiene en cuenta este sentido en la configuración de su cómic, lo que el lector descubrirá al contemplar las páginas iniciales y finales del mismo. La comedia es la desempeñada en París por Oscar Wilde bajo el nombre Sebastian Melmoth. El mero desciframiento del seudónimo elegido por Wilde para ocultar su verdadero nombre es de lo más enriquecedor y da mucho juego. Pero bueno, el caso es que lo que nos muestra Isusi en su obra es la representación (gráfica) de una representación (teatral), un poco a la manera en que el arte aspira a la verdad a través de la ilusión, tal y como destacó Oscar Wilde en su ensayo La verdad de las máscaras. Se trata de la comedia, en resumidas cuentas, de Sebastian Melmoth en París.

Las llamadas a lo real, o a su simulacro, las efectúa Isusi a modo de encuesta o interrogatorio a una parte de los personajes implicados en la trama representada. De este modo, el lector desdobla el campo de su atención, con lo cual, sin salir del mismo marco escénico, su mente oscila entre la credibilidad de lo que se muestra y la conformidad con la ilusión.

Creo que Isusi convence tanto con el planteamiento como con el resultado de La divina comedia de Oscar Wilde. A la vez, ratifica su pertenencia al club de los wildeanos. A fin de cuentas ―y acabaré con una frase de Wilde―, el escritor y esteta afirmó en La decadencia de la mentira: «Como método, el realismo es un fracaso absoluto».

Ceesepe, ¿generación perdida?

«Resulta, por tanto, bastante insuficiente considerar a Ceesepe como el artista plástico por excelencia de la movida, porque, en el fondo, él siempre estuvo al otro lado ―o en muchos lados, en muchas realidades a la vez―, como evidenciaba esa cualidad indefinible de su mirada.» (Jordi Costa)

Ceesepe (acrónimo de Carlos Sánchez Pérez) era de mi quinta, dicho en términos de cuando la mili condicionaba. Pudimos haber sido compañeros de clase en el colegio. El aire, el sonido del país y las imágenes colectivas que nos conformaron eran coincidentes. Nos vimos inmersos en un mismo cambio histórico, transformativo, constitucional, malamente traducido por la imagen del paso del blanco y negro al color, de la sencillez a la complejidad, en prácticamente todos los órdenes de lo real. Vivíamos en ciudades diferentes, y el entorno de nuestras respectivas experiencias también lo fue. No nos conocimos. Él era dibujante, artista. Yo no. Esa es la diferencia importante. Por sus obras los conoceréis.

Comenzó a dibujar historietas muy pronto, en edad escolar, como un émulo precoz del tebeo underground. Luego vino lo de la Movida y sus movidas. Una etiqueta. Una marca comercial. La vanguardia es el mercado, descubrieron. Ceesepe se asoció con su amigo Alberto García-Alix y juntos conformaron una estética, reminiscente de  la tauromaquia, que fue la que a la postre se identificó ―por sinécdoque― con aquella movida. En el auge de aquel fenómeno, Ceesepe finalmente dejó la historieta y se pasó a los lienzos. Falleció en septiembre de 2018, con seis decenios cumplidos. Una exposición en Madrid («Vicios Modernos», del 31 de mayo al 22 de septiembre de 2019) y un magnífico libro-catálogo de la misma recogen la gráfica historietística ―el lenguaje de viñetas y cómic― de Ceesepe entre 1973 y 1983. Leer y contemplar ese libro, visitar la exposición, suponen un viaje mental, una recuperación biográfica, una inmersión… Pero no es cuestión de valorar a Ceesepe únicamente desde una perspectiva particular o privada. Se trata de un artista cuya huella cubre una superficie mayor que la sombra de un yo y su sombra.

En la segunda plancha de la historieta «Bestias de lujo» (1979), Ceesepe representa unos personajes que se autoconsideran perdidos. «¡¡Sí, somos la generación más perdida de todas!!», afirma uno de ellos. «No servimos para nada», «Estamos perdidos», dicen otros. «¡¡Estoy francamente perdida!!», piensa una tercera.

Las preguntas saltan de inmediato. ¿Generación perdida? ¿Cuál no lo ha sido? ¿Qué significa además la expresión «generación perdida?

Si seguimos fijándonos, vemos que Ceesepe pone en boca de otros personajes de esa misma plancha frases como: «..los últimos héroes de una raza de perdedores..», «Chulos, putas y maricones», «Tengo más alcohol que sangre en las venas», o «He ligao más de treinta enfermedades venéreas distintas». Es un sentimiento de pérdida que se manifiesta como perdición, o la perdición a raíz de una pérdida. Una sensación de derrota. Un instante de decadencia. Tiene su miga. Mucha más miga, desde luego, que la que se encuentra en el hecho de calificar a los millenials como constituyentes de una generación perdida. O acaso es que se trata de que todas las generaciones se han sentido a sí mismas como perdidas en algún momento de su desarrollo, normalmente en su juventud, ocasionalmente en la vejez. Un momento existencialista. Como un derrumbe a consecuencia de la lucidez.

La expresión «generación perdida», ya se sabe, procede de Gertrude Stein: «Sois todos de una generación perdida», le dijo a Ernest Hemingway en París refiriéndose al grupo de escritores y afines hoy reconocidos bajo esa designación (generación de entreguerras). El propio Hemingway la difundió con tal éxito, que hoy se ha convertido en un meme periodístico de significado impreciso. Por mi parte, el único sentido válido que yo le encuentro al membrete generación perdida (que no degeneración), es de ese tipo existencialista al que me he referido. Tiene alcance individual, singular. Es un sentimiento íntimo, compartido a veces, de decadencia. Quizás en el arte se instale con mayor facilidad, pero pasajeramente cuando no es una actitud impostada.

Volviendo a Ceesepe: el artista y su generación. Hubo sexo, droga y rock ‘n’ roll, ciertamente, aunque pienso que menos de lo primero. Fue quizás (la nuestra) la primera generación de postguerra que experimentó un sentimiento de derrota, de pérdida existencial, ante la impresión de haber nacido bajo el juego de una nueva baraja, seguramente marcada, y cuando los triunfos estaban ya repartidos. (Imagino que la misma sensación cundirá entre aquellos que vinieron después.) He ahí el germen, quizás, o uno de los gérmenes, del supuesto apoliticismo que los medios atribuyen, que no es tal. No sería tanto un pasar de la política, cuanto un sentir que los nuevos políticos pasan. Pero esto no es tampoco a todas luces verdadero.

La historieta es un lugar, un medio privilegiado para las expresiones políticas. Lo dijo Masotta: «En la historieta todo significa, o bien, todo es social y moral». Las viñetas de Ceesepe hacen eco de esta afirmación. No se trata de encontrar significados claramente morales o políticos en todas y cada una de las historietas, sino de observar en ellas la presencia de referencias que abren sentidos políticos. El comix underground destaca en esa línea significante. Ceesepe, alentado por ese modelo, mostró ya en sus primeras historietas un interés por el trasfondo político, entendido como como referencia, de sus viñetas. Por mencionar las dos más tempranas: «El hombre decimal» y «Una tumba espera», ambas de 1973, encontramos en la primera un interés sociológico, mientras que en la segunda el marco es claramente político (el combate de los maquis). En cuanto a «El príncipe caliente» (1974), en fin, la referencia es más que obvia.

La carrera posterior de Ceesepe, una vez cesada su producción de historietas ―o abandonado el lenguaje de cómic― es otra historia. No parece que como artista fuera la suya una vida perdida o echada a perder (Borja Casani: «Madrid hizo un gran esfuerzo por parecerse a los cuadros y dibujos de Ceesepe»). De su sentimiento íntimo, en cambio, no sabemos nada. Pero sí sabemos que la indigencia metafísica es más o menos universal. Y en este estricto sentido, quien más o quien menos, todo el mundo es parte de una generación perdida.

El hombre del maletín (Seth)

Man in a Suitcase fue una serie británica de televisión (1967-1968), emitida aquí en su momento bajo el título El hombre del maletín. Pero no es esta serie el motivo de mi entrada. El motivo es otro asunto, solo en relación con la serie, quizás, por las fechas… en un sentido difuso. Me refiero en concreto al historietista canadiense Gregory Gallant, conocido más bien por su firma: Seth. La reciente edición integral de Ventiladores Clyde, «novela en imágenes en cinco partes», por fin culminada por Seth tras veinte años de intermitente dedicación (y publicación por entregas), nos permite cerrar un corpus de tebeos delimitado por La vida es buena si no te rindesGeorge SprottWimbledon GreenLa hermandad de historietistas del gran norte y la propia Ventiladores Clyde. No hablo de las obras completas de Seth (en español disponemos también de otras historietas, como Un verano en las dunas y Dichosa la hora), sino de un conjunto de cómics (un corpus) del autor ―integrado por los cinco títulos indicados― que constituye una unidad amalgamada por una sorprendente uniformidad estética. Cada uno de estos tebeos tiene su historia, y son en este sentido absolutamente independientes entre sí. Pero a la vez, en todos ellos encontramos la materialización plástica y visual de un mismo aliento, de una misma voz, que funcionan como rememorando un tiempo alejado del tiempo, un espacio enmarcado e investido de iconicidad. Seth despliega en estas obras un imaginario propio que responde a una época no vivida realmente por él (nació en 1962), aunque esto último no tiene importancia crítica. El derecho de un artista (uno de sus derechos) consiste en su libertad para crear un universo propio. Lo peculiar de Seth, por su parte, es lo que aparece como su voluntad de instalarse en ese universo realizado por él. En su vida cotidiana, Seth se viste en consonancia con el imaginario de esa época idealizada, que correspondería más o menos al segundo tercio del siglo veinte. Imagino que sus costumbres y hasta su conversación mantendrán ese grado de conformidad pretendida.

Arriba, Simon Matchcard, coprotagonista de Ventiladores Clyde, en 1957. Abajo, el propio Seth, autorrepresentado en la década de los noventa, en La vida es buena si no te rindes.

Del maletín de Seth hablaré otro día.

Un Faulduo y La historieta en el mundo moderno

Ediciones Marmotilla reeditó en 2018 no solamente un ejercicio teórico brillante: La historieta en el mundo moderno, el libro que Oscar Masotta publicó en 1970, sino también un arte-facto ―un experimento gráfico― fundamentado en aquel libro: La historieta en el (Faulduo)mundo moderno, publicado originalmente en Buenos Aires en 2015 por el poliautor (en palabras de Oscar Steimberg) Un Faulduo, colectivo conformado por Nicolás Daniluk, Ezequiel García, Nicolás Moguilevsky y Nicolás Zukerfeld. Se trata de un doblete, una dupla (entre argentinos anda el juego) libresca que alimenta nuestro goce (intelectual, retiniano) como el maíz a los pollos.

El Prólogo a la edición española ―la de Marmotilla― del libro de Un Faulduo está firmado por Cloe Masotta, hija del ensayista argentino, y lo encabeza una cita del filósofo Gilles Deleuze:

«¡Experimentad, no interpretéis jamás!»

Es la clave, me parece, del trabajo realizado sobre el texto de Oscar Masotta. No estamos ni ante una interpretación ni ante una traducción tebeística de La historieta en el mundo moderno; estamos, acaso, ante una lectura performativa de esa obra convertida en el sustrato de un experimento gráfico. El poliautor de este arte-facto sigue el índice de capítulos del original de Masotta, a manera de esqueleto vertebrador, y sobre él levanta un castillo de imágenes secuenciadas que dialogan con el texto y lo interpelan a la vez que al lector. Una lectura performativa.

El resultado final no es un cómic, pero tampoco deja de serlo. Participa de la naturaleza de los comix, de los fanzines, de los graffiti, pero también de los manifiestos artísticos, de las prácticas dadaístas, del imaginario del pop.

Estas referencias culturales irradian significados políticos, pragmáticos, éticos, bajo una envoltura semiótica que no desvirtúa la materialidad de la cosa, que en este caso es la historieta como tal. La lectura de Un Faulduo es fiel a Masotta, tal y como este manifiesta en su libro (p. 153):

Lo que determina en primer lugar el valor de una historieta, a mi juicio, es el grado en que permite manifestar e indagar las propiedades y características del lenguaje mismo de la historieta, revelar a la historieta como lenguaje. 

El ensayo de Oscar Masotta se sustenta en la historieta; la re-visión de Un Faulduo la consolida. A beneficio del acervo de la historieta misma y de sus múltiples significaciones.

No se agotan con esto las posibilidades de lectura y de experimentación a partir de La historieta en el mundo moderno. La polisemia de este texto entronca con su modernidad.

Misterios del más acá. Una broma ilustrada

Las buenas bromas entretienen, pero también sorprenden y muestran, desvelan. No es sencillo dilatar por más de cien páginas una buena broma, repleta a su vez de decenas de bromas. Manel Gimeno y Carlos Martínez lo logran, en lenguaje de cómic, en su libro Misterios del más acá (2019). Es una historieta que se compone de múltiples historietas en clave de humor, o de buen humor, que es lo que mejor sienta al espíritu. Hoy se habla del término microrrelato como si fuera lo último, el no va más. Pero no es así. Los autores de Misterios del más acá, como un servidor, nos criamos leyendo microrrelatos dibujados, historietas de una página o menos ―pocas veces más―, en los tebeos. No les llamábamos así, pero lo eran. Como son microrrelatos las múltiples historietas de una página que conforman Misterios, más otras dos, la primera y la última, de mayor extensión. La invención, por así decir, que unifica el conglomerado se descubre al final del libro de Gimeno y Martínez, pero no seré yo quien descubra el pastel. Se lo tiene que ganar el lector. La unidad temática la garantiza el título de la obra y los de las sucesivas historietas que la componen. Pero el premio adviene al descubrir al final, si no ya el sentido de la vida, sí al menos el sentido del libro, que no es poca cosa. Hay sabiduría conceptual en Misterios del más acá, pero hay también un saber hacer mediante el arte de los tebeos.

Mientras disfrutaba de estos Misterios, me acordé de Para leer mientras sube el ascensor, el libro de Jardiel Poncela. No solamente por la composición a partir de textos breves (también los aforismos pueden ser microrrelatos), sino por el aire del que participan los dos. Si es inteligente, el humor vale por dos.

En B/N

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Quizás el blanco y negro es la tonalidad más cercana al color que bordea los sueños. Aquella locomotora que asustó a los espectadores de La llegada de un tren a la estación de La Ciotat en enero de 1896, o las imágenes de Salida de los obreros de la fábrica Lumière, unos meses antes ―en curiosa sincronía con la aparición del bocadillo o globo de Yellow Kid―, inauguraron no una nueva realidad, pero sí una nueva representación de lo real. El cine nació en blanco y negro. Atentaba contra el realismo ingenuo, según el cual el cielo es azul y las naranjas son de color naranja, pero también propició una sólida industria basada en la explotación del gusto común por lo extraordinario. El blanco y negro conformó el catálogo cromático de las técnicas de representación secuencial, específicamente el cine y el cómic. Era un tinte extraño a la cotidianidad circundante, hasta que acabó implementándose en ella. Conectaba, como decimos, con las fantasías oníricas de los espectadores (curiosa sincronía también con el psicoanálisis). La historia del cómic es asaz más compleja que la historia del cine. Comparten las dos, sin embargo, una preeminencia del blanco y negro en la constitución y en la comprensión de sus fundamentos respectivos, si bien la historieta en color es inseparable de la historia del medio (Yellow KidLittle Nemo in Slumberland, Superhéroes…), cosa que no ocurre con el cine.

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En un post anterior, a propósito de Drácula de Bram Stoker [aquí], me referí a la idoneidad del blanco y negro para restablecer con limpieza el gótico subyacente en la novela de Stoker, barroquizado en la película de Coppola. La reciente publicación del cómic en cuestión ha coincidido en el tiempo con la reedición de dos tebeos clásicos: La balada del mar salado, de Hugo Pratt, y V de Vendetta, de Alan Moore y David Lloyd, según su aspecto original sin color. Se trata de una oferta que, más que alimentar un debate inútil anclado en preferencias o metapreferencias particulares, invita a considerar el valor del blanco y negro, no ya solo porque estas dos obras fueron  concebidas y presentadas originalmente así, sino en lo que afecta a las posibilidades de esta tonalidad como representación alternativa de la realidad, aunque firmemente inmersa a la vez en lo real por la vía del extrañamiento común a las imágenes del inconsciente.

La balada del mar salado

En el capítulo de su libro sobre Hugo Pratt dedicado a comentar Una ballata del mare salato (1967-1969), escribe Ángel de la Calle:

«Lo que sorprende más es el uso del blanco. No es el negro, como en Milton Caniff, lo que designa el dibujo aquí de Pratt, es el blanco. Por ello esa impresión de que dibuja mares y cielos inmensos, espacios gigantescos lo logra con ese truco plástico. (…) Pratt es el maestro del blanco en el cómic moderno.» (Hugo Pratt: La Mano de Dios, 2018, 90-91)

Unas páginas antes, en la 86, De la Calle refiere vicisitudes editoriales que afectaron a esta obra de Pratt, como el cambio en el artículo inicial del título, la pérdida durante años de la página 1 (tan importante para conocer el destino final de Corto Maltese) o el color añadido por ciertos editores a …

«…una obra donde el blanco y el negro, la sombra y la luz, son innegociables».

Respecto a esto último, compárese la viñeta de arriba con esta otra extraída de una edición de La balada del mar salado coloreada y se verá la perspicacia que muestra Ángel de la Calle en su comentario:

Ante la nueva edición en B/N de La balada del mar salado, cabe apuntar el sentimiento entre nostálgico y admirativo que proporciona imaginar el momento de descubrimiento de lo maravilloso vivido por los afortunados que conecten ahora con este prodigio de Hugo Pratt así presentado.


V de Vendetta

Diferente es el caso del tebeo de Alan Moore dibujado por David Lloyd, en el sentido de que es una obra conocida mayoritariamente a partir de la versión en color publicada en EE UU por la editorial Vertigo (DC) en 1988 y 1989. La edición en B/N de V de Vendetta sí que aporta, pues, una novedad.

La experiencia de lectura es desde luego diferente. Nunca sabremos qué sensaciones nos produciría una lectura primigenia en blanco y negro de esta fábula política, debido a que, inevitablemente, nuestro acceso a la misma está atravesado por un conocimiento preexistente de la historieta ―y de la historia que cuenta― en color. No obstante, sí podemos decir que los tonos de la versión en color, aunque apagados, camuflan el noir para nada velado de la forma original. Es un noir sombrío, tenebroso, en el que prevalece el negro sobre el blanco, tal y como sucede en las mejores novelas de la serie o en películas que, como La noche del cazador (1955), remiten a reverberaciones de zonas sepultas. El negro sobre blanco de esta versión, unido al orden tradicional de lectura que va de izquierda a derecha y de arriba a abajo en cada página, propicia una consideración de V de Vendetta muy próxima a la netamente literaria. La obra nació en 1982 como una serie de comic books antes de ser recopilada en formato de novela gráfica. No desmerece como obra gráfica, pero tampoco como novela. Dejaremos para otra ocasión algún comentario acerca de las múltiples interpretaciones que proporcionan las muchas lecturas de V de Vendetta.

De barroco a gótico y viceversa (Drácula de Bram Stoker)

Si el barroco se desnuda, resplandece el gótico. Lo confirma la reciente edición especial en blanco y negro de Drácula de Bram Stoker (2019), nueva impresión ―ahora en b/n―de un tebeo que se publicó aquí en color en los años noventa y en cuya cubierta se anunciaba: «Adaptación oficial de la película de Francis Ford Coppola». Nunca se me ocurrió quitarle el color al monitor del televisor cuando veía el Drácula de Coppola en casa, cosa que sí hacía ante aquella espuria moda de ofrecer versiones coloreadas de películas realizadas y estrenadas originalmente en blanco y negro. Pero bueno, lo cierto es que el barroquismo del filme de Coppola llegaba a distraer el seguimiento del hilo de la historia, sin que pretenda con ello afirmar que fuera el color el determinante de la distracción. Además, percibía que esa versión cinematográfica de la novela de Bram Stoker contenía más información que los Nosferatu de Murnau (1922) o de Herzog (1979), marcadamente expresionistas (por citar otras dos adaptaciones más o menos fieles al texto original). Decidí, entonces, leer directamente la novela de Bram Stoker, y allí descubrí el gótico visceral y a la vez victoriano que da cuerpo a la obra.  No llegué a conocer el cómic «oficial» publicado al tiempo que el estreno de la película de Coppola (1992), aunque sí puedo decir que ahora he disfrutado la versión en blanco y negro del mismo. El guion de Roy Thomas reproduce el esqueleto de la película, que a su vez representa la novela en lenguaje de cine. Pero son los lápices de Mike Mignola y las tintas de John Nyberg lo que me ha reconciliado con el gótico de Stoker, disfrazado por el barroco de la película de Coppola. Supongo que el dinamismo logrado en lenguaje de cómic mediante imágenes estáticas, a diferencia de lo que ocurre con las imágenes cinéticas del séptimo arte, junto a las diferentes experiencias de lectura y visionado en uno y otro medio, son factores que favorecen el resultado aludido. Y en fin, si una novela está escrita en negro sobre blanco, es factible que un tebeo en blanco y negro pueda dar buena cuenta de ella (si bien en este caso el cómic representa imágenes de una película interpuesta).

Pero que hay una continuidad histórica o, mejor, una comunidad sincrónica entre lo gótico y lo barroco es algo que está suficientemente documentado. Son dos estéticas de ida y vuelta entre ellas. Tebeos como el de Thomas, Mignola y Nyberg lo certifican.

Miguel Fuster, retrato de un dependiente indigente

Me costó decidirme a leer la trilogía 15 años en la calle, el trabajo de Miguel Fuster dedicado a exponer su propia dependencia e indigencia durante la década y media en que vivió por las calles, parques, plazas, túneles, portales, pensiones infectas y bosques de Barcelona y alrededores como un sin hogar o sin techo. Fue al contemplar la historieta «¡Animales del campo!» ―incluída en el tebeo Nuevas Hazañas Bélicas, escrito por Hernán Migoya― cuando la gráfica de Miguel Fuster se me reveló significativa y me convenció del interés que prometía 15 años en la calle. El motivo de mi indecisión no iba, creo yo, en la línea de la aporofobia, ya que entiendo que la pobreza y la indigencia no son términos estrictamente sinónimos, aunque sí en la de una cierta aversión que le tengo a las lamentaciones o jeremiadas en general y que yo presuponía en Miguel anticipadamente. Tales son las imprevisiones que conllevan los prejuicios.

A estas alturas del siglo, ya no llama la atención un cómic por el hecho de ser autobiográfico o confesional. Sin embargo, 15 años en la calle es un tebeo absolutamente confesional. Sí que llama la atención, en cambio, la situación en los límites que relata Miguel Fuster en su libro. Unos límites marcados por la dependencia física, pero también por la indigencia metafísica. La primera, determinada en su caso por el alcoholismo, se puede acaso sobrellevar por la vía de la abstención (la moderación, llegado ese extremo, parece inviable). La indigencia metafísica, por su parte, es de otra índole. Tiene un enclave antropológico, basado en una escisión ontológica entre el ser y el estar, entre el ser y el sentir, entre el ser y el existir. Su alcance se extiende por todo el universo de la especie humana. Y es insuperable. De hecho, se agudiza con la decadencia física. Uno puede distraer u ocultar esta indigencia íntima rodeándose de bienes, materiales e intelectuales, pero no desterrarla, según se percibe en algunos momentos de lucidez diurna o  de desvelamiento nocturno. En este sentido preciso, todos somos Miguel, indigentes metafísicos.

No obstante, sería de necios negar la singularidad de Miguel Fuster (n. 1944). Dibujante de historietas en su juventud, en el periodo boyante de las agencias y la sindicación (años sesenta y setenta pasados), una serie de avatares desafortunados lo dejaron literalmente en la calle y con el deseo de alcohol como único refugio. Otra  manifestación de la singularidad de Fuster es la que atañe a su capacidad de escritura, mediante palabras y mediante imágenes. En lenguaje verbal, escribe una prosa doliente, íntima, cercana al lector por los significados universales de la palabra. En lenguaje icónico, sus dibujos manchados de rayas curvas entrelazadas proyectan atisbos de luz en la oscuridad. Pero es de la síntesis de ambos lenguajes, el de imágenes y el de palabras, de donde emerge la gráfica peculiar de Miguel Fuster. La antagonía verboicónica es la fuente del noveno arte, y Fuster bebe de ella.

El árbol genealógico del cómic autobiográfico y confesional es frondoso y está bien estudiado. Su follaje y sus ramas se extienden por todo el universo de la historieta desde hace varias décadas. En nuestro país tuvo brotes tempranos. En el prólogo del segundo álbum de la trilogía Miguel, el también dibujante y compañero generacional de Fuster, Luis García Mozos, sitúa el origen en España del cómic autobiográfico para adultos en 1971, con la publicación de la historieta «Minins», de Enric Sió, seguido de «Chicharras» (1975), del propio Luis García y alguna historia de Paracuellos (1976), de Carlos Giménez. Tras largos años alejado de la historieta, Miguel Fuster retomó esta actividad en los primeros años de este siglo. Se embarcó plenamente en el discurso confesional iniciado aquí por sus amigos dibujantes y coetáneos y publicó la trilogía Miguel, Quince años en la calle (2010), Llorarás donde nadie te vea (2011) y Barcelona sin mí (2012). La insistencia temática y gráfica es común a los tres títulos, igual que insistente ha de ser el lector si pretende alcanzar el disfrute de la obra completa.

Otro gran cultivador del tebeo autobiográfico es el escocés Eddie Campbell, un tanto más joven que Miguel Fuster. Desde luego, el talante y el devenir de ambos autores es muy diferente. Aun así, me ha parecido encontrar, ante algún dibujo en concreto, cierta similitud gráfica entre los dos.

Viñeta de Miguel Fuster
Viñeta de Eddie Campbell

 

Soldados de Salamina no se pierde en la traducción

Lo mejor que se puede decir del tebeo Soldados de Salamina (2019), de José Pablo García, es que no se pierde en la traducción de la novela homónima de Javier Cercas. Es decir: 1) si traducir con acuidad un texto de un lenguaje a otro requiere un conocimiento cabal como mínimo de los dos lenguajes implicados, junto a otros saberes más específicos, inherentes tanto a los contenidos como a la forma del texto en cuestión, y 2) José Pablo García demostró ya su pericia en este tipo de traducción al trasladar a lenguaje gráfico La guerra civil española (2016) y La muerte de Guernica (2017), dos estudios históricos de Paul Preston, 3) ahora José Pablo revalida con Soldados de Salamina su talento historietístico al transmutar una novela agráfica previa en novela gráfica.

                                                 Javier Cercas y José Pablo García

Aparentemente, la historia que cuenta Soldados de Salamina es una vivencia del escritor falangista Rafael Sánchez Mazas ocurrida en enero de 1939. Pero esta en realidad no es la historia principal de la novela, sino la anécdota de la cual arranca el libro. La historia de Soldados de Salamina va mucho más allá de esa anécdota. Es una historia que teje sutilmente Javier Cercas y a la postre descubre el lector. Es también la historia de una historia y de una novela. Una investigación. Un metarrelato histórico. Una complicidad suscitada por el autor. Según avanza la novela, el lector se va empapando de la urdimbre propuesta por Cercas, recuerda o consulta lo que fue la batalla de Salamina, lo que fue Falange española, lo que fue la guerra civil. Se representa a los combatientes republicanos, el exilio y los campos de concentración franceses, la legión extranjera, la segunda guerra mundial. Descubre hacia el fin la inmensa metáfora que encierra el título del libro y su actualización. Un hallazgo que emociona. Quiénes fueron ciertamente  los soldados de Salamina del siglo pasado.

En mi caso puedo decir que al leer y contemplar Soldados de Salamina de José Pablo García se ha reactivado la experiencia que sentí ante la novela de Cercas. El dibujante malagueño realiza un nuevo Doppleganger a partir de un original. Ya hizo algo parecido con los textos de Preston, pero ahora recuerda más todavía al trabajo de Paul Karasik y David Mazzucchelli con Ciudad de cristal, de Paul Auster, novelas al cabo las dos en uno y otro lenguaje. El dominio del tempo narrativo es fundamental en la construcción de un relato. José Pablo García demuestra en Soldados de Salamina que sabe muy bien ejercer dicho dominio. En lenguaje gráfico.

El imaginario que colma la segunda parte de Soldados de Salamina, y subyace en las otras dos, es bien conocido por José Pablo en virtud de sus trabajos anteriores. Es también un imaginario común que configura nuestro presente, en contra del olvido interesado. Nunca está de más recuperarlo, dados los tiempos que corren.